La llegada aquella mañana a Cayo Saetía ocurrió a 20 minutos de vuelo en un helicóptero, que al posarse sobre un herbazal barrió con sus hélices el rocío, anunciándonos de ya un día de sorpresas.
Juan Pablo el fotógrafo y yo viajamos casi de polizontes “autorizados” junto a un grupo de verdaderos turistas de diferentes lenguas.
Abordamos varios jeep todo terreno apostados allí con sus chóferes y los motores listos para una marcha por los 42 kilómetros cuadrados que tiene este fantástico cayo cubano.
El recorrido sobre ruedas terminó de cara al mar, justo a la entrada de una de las múltiples playitas que bordean Cayo Saetía, en una especie de acampado donde un grupo musical dio la bienvenida a lo criollo, guitarra, bongó y maracas en manos, rompiendo alegremente el agreste silencio.
Los visitantes de ese día, luego del recibimiento, optaron por conocer a fondo el cayo por diferentes modalidades, a pie hacia las playas, a lomo de caballo acompañados por expertos guías o sobre otros jeep descapotados capaces de recorrer caminos a campo traviesa; y por este nos decidimos Juan Pablo y yo, para aprovechar mejor el tiempo de que disponíamos.
Un almuerzo típico de la comida nacional anima el mediodía al más rancio estilo campestre, al aire libre, sentados sobre bancos, y una larga mesa vestida de blanco y adornada con flores silvestres.
Cuando aún distan unas horas para el retorno al pájaro de hierro que nos llevó hasta allí, las playas resuenan en su tranquilo oleaje como una invitación a caminarlas en sus arenas suaves.
Nos vemos en la próxima aventura.